ATRIZ: UNA MIRADA HACIA EL ASOMBRO

ATRIZ: UNA MIRADA HACIA EL ASOMBRO


HECTOR ARTURO GOMEZ MARTINEZ


La vida no es la que uno vivió si no la que uno recuerda y como la recuerda para contarla
GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Para lograr la universalidad debes aprender a describir tu aldea
LEON TOLSTOI


PRESENTACION

Los textos que se presentan a continuación hacen parte de la visión mantenida sobre San Juan de Pasto y sus alrededores, en lo que podría denominarse ATRIZ: UNA MIRADA HACIA EL ASOMBRO, texto en el cual el Autor navega con un estilo casi fotográfico, instantáneo, entre los recuerdos que perduran, o entre la permanencia de las circunstancias, las emociones y sentimientos, la nostalgia y evocación, los sueños y proyecciones, las vivencias –propias y ajenas- que le suscita este tránsito por el mundo, por la extensa geografía visitada o imaginada, e inicialmente por los caminos del original entorno, en los que el asombro inicial del universo develado asentó la avidez por vivir, sentir, soñar y cumplir con entusiasmo y entereza el deber natural de permanecer y contribuir con la existencia y la sociedad en la que nos desenvolvemos.

Dejemos ahora que el Autor asome sus intenciones, el por qué y para qué de estas letras que avivadas por el ánimo interior que las impulsa, se desgranan en un torrente de palabras; intentemos comprender las razones de estas palabras conformadas como una sinfonía desarrollada al paso intenso e interminable del tiempo y las vivencias. Aquí, en estos fotogramas parciales, pueden estar las claves de una revelación. . .


ANGANOY - SAN VICENTE


El carro de mí padre ronronea y yo me siento en el confín del mundo. Desaparecen los tapiales y el concreto escaso de las edificaciones. La ciudad, abajo, es un cúmulo de tejas desparramadas en persecución del orden. Atravesamos una frontera imaginaria y somos extranjeros en nuestra misma tierra. Es la sensación de levantar el vuelo, de cortar el cordón umbilical para alimentar sólo la alegría de los sentidos: viajar, hacer nuestra la geografía y la distancia; introducir al cuerpo un retazo del mundo y sondear el barro o las nubes de territorios nuevos. Transitar el tiempo reconstruyendo historias y leyendas. Pero esta vez, sólo partimos a San Vicente. Ahí, tan cerca de la ciudad como dos peces destinados. El grande acabará con el pequeño para seguir viviendo. De éste, sólo el recuerdo y la fisonomía irisada que alumbró por unos días el agua.

En San Vicente habitan los obreros. Aquellos hombres que trabajan con mi padre construyendo. Es una cima en la que todos conocen de argamasas, concretos y hierros. Han pegado ladrillos y adobes desde el útero, y continuarán en ello mientras vivan. Se sumirán en fantasías acuosas cuando el dinero llegue o cuando la semana finalice. Entonces, beberán licor hasta hacer del equilibrio una proeza y nada más podrá importarles. Habrá que ir a ellos para sacudirles su entusiasmo y descenderlos de nuevo al compromiso. Guardarán entonces sus demonios para la otra semana, y acumularán otros para cuando el día llegue.

El tiempo es un puñetazo de estelas invisibles. Estruja las casas, la piel hecha de arcilla y sombras, las voces que se hacen en labradas vasijas. La ciudad, esa langosta plateada que simula la risa parece dormir abajo. Pero ha crecido. Cada día, un techo imperceptible asoma al aire. Es un punto viviente, un espasmo que indica otra estancia, visible para quien atiende la hipnosis de la mancha. Años después, las paredes se estiran y pisan ya las casas del pueblo, retumbando. Son los pies nudosos de un gigante; los colmillos dispuestos; el estómago hambriento de una mole indetenible. Otros hombres, envueltos en capas amarillas, cascos y botas muy negras, apuntan y señalan. Miran con ojos metálicos hacia el horizonte. Hacen rayas y sendas al huerto de la casa grande. Pintan cortes y líneas esbeltas a la razón inamovible de la cuadra. Muchos del pueblo se alegran. Empuñan martillos y pinzas, dominan las máquinas, ofrecen sus brazos y el espacio acuñado de sus casas. El dinero abunda como una cosecha, y el licor es un componente del aire que respiran. No pasan muchos años. San Vicente es un nombre pintado en el tiempo como las manchas de una piel de tigre. Un adefesio de concreto y barro; un maremagnum de ojos entornados hacia la pregunta; un continuo interrogante; un cementerio venido con los años, poblado de cruces nuevas y mausoleos donde el tedio vive. Junto a ellos, las antiguas casas: aquellas que prolongan el rescoldo de la estirpe, desmoronándose, abandonando el aire como un esfumino, entregándose a la fanfarria del letrero, cediendo al temblor de los brazos multiplicados que hacen un hoyo azul a la carrera del vecino. Después, se incorporará a la vida como un barrio de apellido nuevo, de insatisfacciones, de logros de lata, de olvido y de añoranzas.

VIA A OBONUCO


El profesor de Biología lleva a clase una rana y se dispone a diseccionarla. La tiene clavada con finos alfileres a una tabla recubierta con terciopelo blanco. Asombra el bamboleo de sus palpitaciones, el mecanismo fabuloso de sus órganos expuestos, entintados por líquidos vitales que todavía circulan insuflando vida y arriándola por el organismo. En ese momento quiero ser un buzo del aire para explorar la vida. Introducirme en sus adentros y develar los misteriosos secretos de su movimiento. Desarmar cada hoja y cada insecto para observar sus partes, sus manifestaciones, sus centros vitales. Soy un adolescente de trece años, todo ojos y oídos para el aprendizaje. La vida se ofrece como un telón inmenso que debo descorrer para volverla mía. En mi ser se levanta el poderío de los convencimientos, y un río de sangre nueva y asombrada circula por mi cuerpo para hacer temblar el alma, brindando el optimismo y la esperanza de todo el que comienza.

El sábado siguiente sueño con la medicina o la biología, quizá con la infamiliar zootecnia. Quiero abrir como una puerta un organismo y luego volverlo a la normalidad develado su secreto. Con Javier, el compañero y émulo de estudios, organizamos una excursión vespertina. Tras un almuerzo nervioso y apurado enfilamos los pasos a esta región boscosa, enclavada como tantas en las faldas del Galeras en forma de granja experimental. La vida y la aventura nos espera; esperamos recoger mil ranas para estudiarlas y conocerlas. La tarde se enfría mientras vamos caminando. Un riachuelo crecido canturrea a nuestro lado. Expectantes, esperamos nuestra alegre caza, buscando entre potreros y rocas, en medio de los árboles, al lado del río. Los eucaliptos son tan altos que parecen introducir la cabeza entre las nubes para buscar el cielo: esa región donde el aire es más fresco y los cuerpos siderales guiñan sus ojos a cualquier intruso. A nuestros pies, las hojas secas chisporrotean como llamas, crujen, vuelan, son insectos ciegos que despistan la curiosidad de quien las nombra. El agua helada amorata los dedos y se desliza indetenible, llevando la impresión de capturar peces azules de dientecillos de sierra, llevados como presea a la sorpresa hogareña.

Ahora llegamos hasta dos casas polvorientas con rasgos de abandono. Las protege un muro de piedra superpuesta, sostenida por su peso y el entrevero que forman las vetas de tierra intercaladas. Las han cubierto de esa materia fina los vientos huracanados de agosto, y los vehículos que circulan a la granja salteando baches y piedras. La tarde oscurecida por el frío obliga a devolvernos. Llegamos a casa comenzada la noche, cansados, con un sabor agridulce en las ilusiones. No capturamos ni una sola rana, ni logramos incursionar en el trasfondo de una especie.

Pero queda la esperanza.

RIO BOBO


La represa se sostiene como un plano de plata que agita sus flecos diminutos cuando el viento sopla. Detienen su expansibilidad de seno acuoso, los linderos de una tierra sembrada de cañaduzales. Al frente, la estatura impositiva del muro, deja escapar en días de caudales bajos un hilo de agua que se aleja trotando como perro apaleado. En otras ocasiones, cuando el ciclo vital devuelve del cielo toda el agua, se desliza sobre el rebosadero una capa esponjosa como hilos de cabuya, en el gesto de una mano de mimo que intenta la representación de alguna ofrenda. El día es frío como siempre. A esa hora, aunque suele pintarse de azul y de un olor discreto, está nublado. Una brisa helada golpea la cara como un latiguillo, y las chaquetas, las más gruesas y afelpadas que tenemos, no alcanzan a erradicar la insensatez del frío. Lanzados aguas arriba desde el embarcadero, nos salpica el líquido con sus mentiras de hielo. Estamos silenciosos y acurrucados: un ovillo de silencios vivos. Minutos más tarde entramos al río de origen: un canal de agua que avanza resorteando entre barro y cañas. Todo es apacible, solitario, verde como una esperanza. De vez en cuando la sombra de una casa y la ruana inmóvil de algún habitante. La inquietud de hallar en contravía otra lancha dibuja imágenes sobre la posibilidad de un choque. A lo lejos, montañas azules se levantan de su sueño para tomar el sol desperezado en las alturas, y las nubes, ancianas cubiertas con piel de jóvenes, se liberan de un abrazo para acometer oficios en grupos de a cuatro. Montones de troncos aserrados esperan viajar a chimeneas y fogones, y el agua, descendiendo con el engaño de un estanque toma un color negruzco, café oscuro, a ratos verde como las espigas de su cuenca, y parece desprenderse de un fondo indescriptible del que emergen como sombras los montículos que se abaten con su peso líquido. En un remanso donde todo el caudal converge sin ningún desperdicio, colocamos un molinete para aforarlo. Los cálculos posteriores nos dirán que el agua se ha ido extinguiendo como una llamita. Será por eso que el rebosadero aparece más blanco, áspero, seco, como si lo recubriera una continua telaraña.

TANGUA



Estoy cayendo. Desciendo como un bólido por un tobogán de piedra. El carro no puede detenerse. Sabré ahora lo que es morir. Lo que significa destrozarse como una plasta estallada contra algún barranco. Por qué existirán las cuestas, las bajadas. Por qué los niños no sabemos cómo detener un vehículo o cómo maniobrarlo. Papá, no me dejes solo. Ponte al frente para que a tu voz se detenga mi caída. Papá, por qué no dejaste asegurado el estancamiento del campero. Estas calles terrosas se empinan cada vez más. Se levantan como si resucitaran. Se alzan como víboras. Siento el escalofrío recorrer mis carnes. Me apuntalo contra el piso añorando un pedal que logre contenerlo. Pero el carro está quieto. No se ha movido. Son mis nervios que presienten un descenso a la muerte, en las calles de este pueblo sureño. Si avanzamos sucederá los mismo. Tendré la impresión de que en cualquier momento los dispositivos no obedezcan, se entraben, se rebelen, y el vehículo se desboque. Ruede al impulso del llamado y le otorgue su peso, amortajando los gritos interiores, el desespero, la frustración ante la vida que se escapa, consciente y crudamente.

HIDROELECTRICA DE JULIO BRAVO



Hay una tarántula que permanece en mi cerebro. Es un animal más grande que mi puño, negro, lanudo, con una simetría y belleza tan elocuente que resulta repugnante. Emerge de una roca o sobre un llano como si pastara, o cruza la carretera con rapidez de salto, para extraviarse entre unas hierbas tan altas que le parecen una selva. No sé si la vi allí, o fue en otro lugar que confundo con las breñas de este sitio; o la vieron y al contarme se grabó esa imagen para siempre. También hay una serpiente a punto de saltar desde unos matorrales. Y aparte, ratas que chapotean en el agua sin ahogarse, mientras se lanzan hasta su guarida; insectos y larvas con aspecto de monstruos prehistóricos diez mil veces reducidos, y la podredumbre aplastada sobre el lodo, despidiendo la desfachatez de sus olores nauseabundos.

El recorrido tiene una antesala que desde ya revela la certeza de que algo se está pudriendo. Atravesando la ciudad por uno de los sectores más elegantes y de mejor perspectiva, se abre una plazoleta rodeada de casas en las que la conformidad y la espera instalan sus hamacas, para dormir una siesta de la que parece jamás fueran a despertar. Cada invierno, cuando la lluvia echa a crecer el río que colecta cuanto desperdicio y residuos excreta la urbe, el agua desborda sus linderos y corre hacia las casas huyendo de su propia pestilencia, a la que está encadenada todo el resto del año. Entonces, algunos niños chapotean sin que las infecciones a simple vista hagan mella en su carne, o el pudor por el contacto con las aguas teñidas impulse a buscar la huida hacia tierras menos expuestas. Los daños que el colector produce son reclamados y cancelados en partidas adicionales por obligación del Gobierno, en un círculo vicioso del que ruegan no se salga nunca, para tener cabida al consuelo de estos periódicos ingresos. Si arreglaran una cañería o el alcantarillado resumiera la humedad en forma adecuada, las indemnizaciones no retornarían, y arrancarle un peso a la existencia es una lucha continua por encontrar las fuentes de ingreso, que entonces deben protegerse y prolongarse para continuar exprimiéndolas.

El camino se desarrolla luego como una lengua ampliada y enferma. La recubren las piedras redondeadas por la intrepidez de los vehículos obligados a su uso, un barro modorriento que parece no se acabara nunca, y la yerba carcomida como una pelusa verde, que oculta en buena parte los límites del camino. Del lado opuesto, al asomarse al borde del cañón del río para mirar desde otra óptica estos lugares, se aprecia el descalabro de la pendiente que parece lanzarse cuesta abajo, a ver quién desafía su reto a subirla.

Una quebrada irrumpe en el camino. La carretera se introduce bajo el agua para surgir lavada algunos metros adelante. Un derrumbo de proporciones suficientes como para detener el tráfico, se aplasta con rigor en la pereza de su posterior inanimidad. Descendemos del vehículo, y con las herramientas portadas acometemos el desalojo de la tierra, buscando abrirle paso al cumplimiento de las obligaciones. Las ramas de un árbol, largas, desgonzadas, abandonadas al destino, van surgiendo de la tierra como patas de araña, o como un molusco derrotado por el agua. Desparrama su muerte sobre la vía en un acto fortuito de supremo descanso. Parece un mimado robusto estirado sobre su lecho, burlón, aumentando su peso al sentirse cargado para gozar con la incomodidad de los testigos que pretenden despertarlo a la vida. Hora y media más tarde la vía está despejada y proseguimos. Tengo una sensación desde que lanzamos aquel árbol al vacío: un grito terrible de hojas y madera, retumba como un tic‑tac en mi cerebro.

BOTANA

Recorriendo el talón de aquella zona, otro nombre, extraído de la misma vasija donde los nativos fermentaron las raíces y la aurora de su lengua, se desliza desde un tobogán de tierra y hierba. Botana es un camaleón gigante que modifica su color con la distancia, superponiendo en un acto de magia flores o espigas policromadas y pacientes, que canturrean un ritmo de flautas mientras el día atraviesa por su cuerpo. Allí, la dermis de la tierra es negra y azabache, olorosa a surco nuevo; un color mestizo que le brinda el tiempo al reflejar la piel de aquella raza. En su vientre está la vida con la fuerza de una bomba, como madre inagotable. Las mejores tierras labrantías que circundan la comarca y las más costosas. Levantaron en su regazo una granja, donde centenares de estudiantes ven crecer las frutas, hortalizas y verduras que ocupan los surcos. Los agrónomos combinan los misterios vegetales y las ensoñaciones científicas para variar la contextura de las fresas, su tamaño o su color morado.

Allí, toda una tarde, la hebra de un riachuelo circula entre mis piernas mientras dilucido la cantidad de líquido que baja con su canto. El agua, clara a veces, terrosa cuando mis intentos agitan su pereza, verde cuando un manto de hierba escurre su humedad por las orillas, desciende somnolienta, suave, helada. Va regando el vientre de la tierra. La fecunda. Le revive cada vez la fuerza y la potencia de su creación continua, inagotable, de la que surge una asonada de verduras.
Botana es una verde planicie desolada. Las casas, las gentes, los vehículos, puntos intermitentes que asaltan el paisaje, como si todo el día invernaran en faenas y en el pensamiento, y sólo cuando la respiración se necesita asoman su nariz a las orillas, para sumergirse en seguida en lo profundo de la tierra.

EL ROSARIO

Cruzando la ciudad está la cumbre que refugia al frío. En ella, la heladez es una tela que se agita escalofriando la espalda. Aquí, aguijonazos que pellizcan las mejillas y colorean las manos cuando se permanece a la intemperie un tiempo. Se sube el camino entorchándose en el aire. La senda empedrada, con hondos barrizales entreverados y el banqueo de unos terrenos que muestran ya su calvicie prematura, demuestran que la ciudad se acerca. No pasan tres meses sin que engulla este retazo del campo. Más arriba, cortada en dos por el designio del avance, El Rosario enseña una tremenda Iglesia, junto a unas casitas tímidas que buscan sostenerse. A un lado, aplanada a golpes y ruegos, la oferta semiárida de un campo de fútbol. Sobre él trotan las esperanzas cada tarde de domingo, buscando asirse a la alegría. Alrededor, separadas por la ambición y por las vetas, están las ladrilleras a las que arriban volquetas muy cansadas, para cargar el material que allá abajo irá surgiendo. Y en la curva que limita el firmamento, un Galeras visto sin recortes, explorado con la complacencia de las nubes y del sol que permisivo desliza su mirada hacia otro lado. Al pie, la ciudad crecida, desordenada en la fachada que se muestra al cielo, recorrida con notoriedad por una avenida larga, salteada a intervalos por la necesidad de continuar creciendo.

JAMONDINO

Es un paradero para contar las casas. Apenas un puñado de tapiales, entre los que resalta el bofetazo de un edificio moderno: el hogar del propietario de una minas de arena, en las que el trabajo hace de muchos hombres unos topos que rebuscan el salario esquelético, mientras la propiedad y el capital cierran la vista a las necesidades, y el corazón a los lamentos de aquellos individuos. Está salpicado de cuevas: Hongos negros, abandonados, en los que sólo queda la humedad y los peligros. Gusanos oscuros con la boca abierta, para que un tufo sanguinolento oscile por sus comisuras como una respiración de tierra añeja. Antiguas estaciones de las que emergieron decenas de fantasmas, volquetas y materiales expulsados por un vómito amarillo. Ahora, cargando en sus espaldas tétricas los tubos de aire que asomaron a la superficie, muchas de ellas están abandonadas. Las arrojó de lado el tiempo y la saña que arrancó el último corpúsculo de arena. Las dejó el utilitarismo, cuando el rendimiento de los hombres y las cuentas y los gritos comprobaron que el material se había agotado. Entonces quedaron diseminadas en las lomas como mujeres abandonadas. Se estiraron a rumiar su muerte y a intentar espasmos, cuando de vez en cuando alguien intentó sondear sus peñas. Sirven así para ocultar a los tímidos cuatreros que se internan a descuartizar sus robos, para aplacar su ilusión de vender la mejor parte de la carne en la indiferencia de las plazas de mercado. Mezclan su olor a vegetal sudado, a óxido de barro, a excremento de la tierra, con un nuevo tufo de vacas y terneros despostados. Se llenan de unas moscas grandes, azuladas, con unos ojos vivos que interrogan a quien logre verlas y aún sentirlas posarse en los brazos como perros alados husmeando alguna presa. Encharcan su piso con unas trampas verdes, espesas, como pústulas extrañas que demuestran ser úlceras del tiempo. Las cuevas quedaron ahí, interceptando la historia y los terrenos. Algunas, continuaron entregando sus entrañas a la insensibilidad voraz del propietario, y a los músculos partidos de los fósiles que se enterraron vivos para ganarle al hambre.

Estoy caminando sobre una hierba recortada, tentadora. Quiero arrojar lejos los zapatos y correr a toda prisa por la hierba, aullando, riendo y echando lágrimas azules para retener la brisa. Sólo la hierba se ofrece en la distancia. Los árboles, agrupados por la solidaridad de su aislamiento, semejan periscopios gigantes que temen asomarse aun a la complicidad de la luna. El riachuelo burbujea en un costado, pero el agua ya no canta. Delibera, asume la posibilidad de tomar el rumbo que el terrateniente de aguas arriba determine, desplomando sus afanes de servicio. El colocará un dique de tierra y raíces y arbustos desguazados para impedir la humedad y la sed derrotada de todos sus vecinos, de la tierra, de la siembra, de la construcción que se levanta. Querrá atiborrar su estómago y cargar a sus espaldas el dinero de las ansias para que el agua circule. Tiene echados los cercos hacia la parte de encima, y argumenta que llegó primero a la zona. En su opinión, el líquido entregó su paso y dispuso un precio a su recorrido al aceptarlo como dueño. Pero el líquido estaba; descendía como una broca riente buscando abalanzarse en el placer de un río. Llegaron los postes, las miradas fijas, los ojos móviles a la caza de sombras, las hembras gordas y amargadas que buscaron un nombre en este mundo, encimando músculos endurecidos al cuerpo, y fusta y botas que escandalizaron la entrega de las tablas, y bigotes hechos de acero, y gritos para opacar el lamento de azadones y ruanas. Sólo el fiel de la balanza se levanta con su pulso firme, indicándole al agua que circule. Pero ya no puedo quitarme los zapatos o correr desnudo. El tiempo coloca una frontera a la esperanza, y debo regresar a la butaca y a las órdenes. Sólo me quedan los minutos para descubrir un camino empedrado, unas flores que cabecean su pereza al paso de los siglos, y una catarata en miniatura ‑remedo de caída‑, donde varios muchachos se lanzan para revolcarse entre la espuma, como si estuvieran apaleando las tristezas para buscar la vida.

HECTOR ARTURO
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Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Gracias por deleitarme con tan hermosa literatura. Un gran abrazo a la distancia que Dios todopoderoso nos bendiga.

Marta Cerón

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